Abandonó
el confort de su casa sin sufrirlo y
entró en la oscura y fría noche, preocupado por su rebaño. Particularmente por
aquellas ovejas que se encontraban al desamparo de la humedad y el viento. Si bien era un austero confort, el calor y
abrigo de su pequeño cuarto contrastaba con el clima de esa desapacible noche.
Sus gastados zapatos se embarraron totalmente, haciéndolos sentir aún más fríos
y húmedos. Pero conservaba su sonrisa al encontrar una de sus ovejas perdidas,
la única que berreaba al desamparo de la inclemente noche.
La
recogió y llevó al redil. Contó el rebaño y confirmó que estaban todas sus
ovejas donde debían estar, al abrigo de un techo. Ahora sí, era tiempo de
regresar a su austero confort, sintiendo que no era el único que podía gozar de
abrigo esa noche.
Trató
de limpiar sus zapatos. Los puso cerca del fuego para que se sequen y se durmió
rápido, porque al amanecer debía sacar al rebaño a pastorear. Se durmió, y conservaba su sonrisa.
Este
breve y sencillo relato sobre “el pastor feliz”, pretende ilustrar alguno de
los conceptos centrales del pensamiento de Viktor Frankl, referidos
especialmente a la noción de felicidad.
Muchas
veces ha hecho alusión al enunciado “perseguir la felicidad” Enunciado que encontramos en dichos populares,
eslogans publicitarios y aún en la declaración introductoria de la constitución
de los EE.UU. de Norteamérica. En un reportaje televisivo que le realizan a
Frankl en los años 70 en el programa “Man Alive”, Frankl le señala respetuosamente
al periodista, su discrepancia con el preámbulo de la constitución
norteamericana, al decir “perseguir la felicidad” como uno de sus principios.
Le recuerda entonces que la felicidad nunca puede ser objeto de la búsqueda
directa, sino más bien es un “efecto secundario” (en inglés lo define como “side
effect”) de comprometerse con realizar lo que se “debe-hacer” Agrega que quien “persiga” la felicidad,
estará auto-saboteando la posibilidad de lograrlo y negando la oportunidad de
vivenciarla.
En
una ocasión, estando de visita en Buenos Aires, una persona se le acerca a
Frankl y se refiere a un episodio ocurrido en vísperas de ser liberado el campo
de Dachau donde se encontraba prisionero.
En esa ocasión, los guardias ofrecieron a los prisioneros que se encontraban
de pie y en condiciones, a tomar un camión y salir del campo, siendo que en
pocos días llegarían los aliados a liberarlo.
“La guerra ya terminó para ustedes y para nosotros, de modo que no tiene
sentido mantener el campo cerrado”, habrían dicho los guardias a estos
cadavéricos prisioneros. “Pueden tomar ese camión y volver a casa”. Todos corrieron
hacia el vehículo menos Viktor. El decidió quedarse en el campo porque, como
médico, sentía que tenía que acompañar a los camaradas enfermos y moribundos.
Sin agua potable, sin remedios y sin comida suficiente, sólo, con un grupo de
hombres infectados de tifus, Viktor asumió el compromiso de quedarse con ellos.
Ante la insistencia de sus camaradas que no comprendían por qué se negaba a la
libertad, él les hizo saber que su libertad mayor era elegir asumir acompañarlos
para cumplir con su “deber-ser”. Un médico tiene la obligación de curar, y
cuando no puede hacerlo, tiene la responsabilidad de acompañar al que sufre en
su sufrimiento. Por eso se quedó.
Lo
cierto es que los aliados llegaron, efectivamente, a los pocos días y liberaron
el campo. Recuperado en salud en Munich, gracias a la acción sanitaria de la
Cruz Roja Internacional, Viktor preguntó por sus camaradas del camión y recibe
la noticia que todos ellos fueron dinamitados a los pocos kilómetros de Dachau.
La intención de los oficiales nazis era que no quedaran testigos vivos que
pudieran delatar todo lo que había acontecido entre sus alambradas de púas.
Esta
persona en Buenos Aires, refiriéndose a este episodio, le dice “qué suerte que
tuvo al no subirse a ese camión”, a lo que Frankl le respondió: “no fue suerte,
lo que siempre salvará al hombre, es hacer lo que debe-hacer” Ese día triste y oscuro de abril de 1945,
Viktor solo había hecho lo que “debía-hacer” como médico y como persona.
Creo
que este es uno de los imperativos éticos más importantes de la Logoterapia: al
hombre siempre lo salvará hacer lo que debe-hacer. Y Frankl asocia el
deber-ser, no solo con la “salvación” sino con la “felicidad”. Tal vez sea la
misma cosa, en el fondo. Salvarse como persona, es ser feliz y viceversa; y todo tiene que ver con realizar el
deber-ser.
Volviendo
sobre el relato introductorio de estas reflexiones, ese pastor que, aún
abandonando su austero confort, conservaba la sonrisa, podría ser la imagen del
deber-ser frankliano. Porque su felicidad
no era el calor de su hogar, el abrigo de sus mantas o la comodidad de un
calzado seco y limpio. No. Su felicidad
era recoger al animal perdido, llevarlo al resguardo, rescatarlo de la
inclemencia de la noche inclemente. Solo entonces podía descansar, conservando
su sonrisa.
Un
pastor feliz
En
estos días estoy siguiendo con interés el encuentro de la juventud que se lleva
a cabo en la ciudad de Río de Janeiro (Brasil), con la presencia de SS.Francisco.
Estas
reflexiones se inspiran, precisamente, en su testimonio como hombre más que en
su investidura como Sumo Pontífice de la Iglesia Católica. Es conocida su
consagración a una Iglesia para los más necesitados, manifestada en una
trayectoria pastoral recorrida en el barro, en el frío y en la oscuridad del
sufrimiento de quien lo necesitara.
Pero
lo que más me sorprende y conmueve, es la sonrisa de Francisco. Porque no se
trata de una mueca protocolar o una amable disposición para quienes lo siguen y
vitorean; no, es expresión genuina de felicidad. Sí, se lo ve feliz. Transmite
felicidad. Como el pastor, que abandona
su austero confort y, cumpliendo su deber-ser de pastor, descubre una genuina
felicidad.
Y
no le importa el color de la oveja ni la calidad de su lana, que esté limpia o
sucia, que sea fina u ordinaria, porque su deber-ser, no depende de quién esté
delante suyo, sino de su propia consciencia de pastor. Como enseñaba el
Gral.San Martín a su nieta, “serás lo que debes ser, o no serás nada”
Por
eso mismo, identifico al Papa Francisco con la imagen del “pastor feliz”. Por
un lado, es “feliz”, es decir, aquel que es verdaderamente feliz realizando su
deber-ser. Modelo vivo del concepto frankliano de la realización personal.
Y
es “pastor”, porque no hace diferencias entre las ovejas del rebaño. No es solo
un pastor para los católicos. De hecho, es seguido y celebrado por católicos,
por miembros de otras confesiones religiosas y aún hasta por los no creyentes.
La
universalidad del mensaje, por encima de las inevitables diferencias, nos hace
a todos hermanos. Miembros de un solo
rebaño. El sueño de Luther King, el “Imagine” de Lennon, las ilusiones de
Teresa, las enseñanzas de Juan Pablo, la entrega de Kolbe, los testimonios de
Gandhi y Mandela y el trabajo de tantos santos anónimos de jean y zapatillas,
pueden tener ahora un impulso motivador en cada uno de nosotros, en la sonrisa
de Francisco.
Quiero
creer, y los invito a todos a creerlo
también, que estamos en los albores de una nueva humanidad, una renovación
universal, una humanidad mejor y posible, menos indiferente y más sonriente. Una era en la que más que celebrar el poder
económico, el poder político o mediático, descubramos en el deber-ser, el
camino de la felicidad, siguiendo el camino del “Pastor Feliz”.